Tenemos a una buena parte del liderazgo mundial reunido en Nueva York para discutir sobre los Objetivos del Milenio. Es decir, para hablar sobre los mil millones de personas que diariamente pasan hambre subsistiendo en la pobreza extrema. Sobre los setenta y dos millones de niños y niñas que jamás han pisado una escuela. Sobre los más de ocho millones de niños que cada año mueren por no tener a mano una vacuna o un antidiarreico. Sobre los treinta y tres millones de personas, casi todos ellos africanos, que conviven con el VIH sin ninguna asistencia médica. Sobre el imparable crecimiento del efecto invernadero y la insostenibilidad medioambiental...
Hablarán, discutirán, expondrán las enormes dificultades que actualmente tienen los estados para atender sus compromisos con los que viven en la miseria... Para otro momento dejaremos la discusión sobre la moralidad de los argumentos que, sin duda, se harán públicos en las tribunas de la ONU. Pero hoy, ahora, desde hace ya muchos meses, los que han demostrado una ausencia completa de ética y moralidad son aquellos que nos colocaron en la situación de crisis en la que nos encontramos y reclamaron el auxilio social (como en los viejos tiempos) para mantener a flote el modelo económico del que ellos eran, y son, garantes. Bancos y entidades financieras de todo tipo recibieron ayudas económicas, hoy casi inmedibles, para evitar el colapso del sistema. De, sobre todo, su sistema. Pero pasado lo peor de la tormenta, una vez rescatados del seguro ahogamiento, no recuerdan que continúan aplicando su racanería, sus intereses leoninos, sus comisiones abusivas a aquellos que, con sus impuestos, indirectamente fueron sus salvadores.
Olvidada la utopía que, hace sólo dos años, hablaba de la refundación del capitalismo, hora es de que la sociedad, sus gobiernos, hagan partícipes a los que siempre han sido ricos y jamás han dejado de ganar dinero a costa del resto de la humanidad, de la cuota de responsabilidad y aportación monetaria que les corresponde para hacer de este planeta un lugar más justo. Por eso nació hace meses desde el Reino Unido la iniciativa de la Tasa Robin Hood, que pretende aligerar un poco la pesada carga de los que más tienen para repartirla entre los más desfavorecidos (los que nunca han obtenido el menor favor). Hoy ya es un movimiento mundial al que se han adherido cientos de organizaciones de carácter humanitario. Y yo, desde aquí, apoyo.
Una tasa que supondría solamente el 0,05 % sobre las transacciones financieras (¿suena ridículo?), pero que lograría recaudar entre 150.000 y 520.000 millones de euros anuales, suficientes para cumplir con los Objetivos del Milenio. Suena tan sencillo, tan socialmente justo, tan fácil, incluso tan respetuoso con el sistema financiero del que somos incapaces de despojarnos... Por eso mismo, suena tan complicado.
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