6 de noviembre de 2010

Laicismo agresivo


La infalibilidad papal ha quedado en entredicho. No sé si ha sido como consecuencia de un pecaminoso ánimo de ofender, por una no menos pecaminosa mezcolanza de los sentimientos de ira y soberbia o, simplemente, ha hablado para regalar los oídos de sus fieles. Pero lo cierto es que el Papa ha errado. Lo ha hecho cuando se encontraba de camino al primero de sus espectáculos, el de Santiago de Compostela, afirmando ante los periodistas, para que ellos hicieran de eco multiplicador, que el laicismo agresivo de la España actual tiene mucho que ver con el anticlericalismo de los años 30.

Desde la humana falibilidad de mi opinión, creo que el creciente laicismo que se extiende por los antiguos dominios católicos tiene mucho más que ver con la reflexiva capacidad de elección de los seres humanos, con la libertad de conciencia que hoy sí nos dejan ejercer, con el incremento de la actitud crítica ante una Iglesia anclada en un pasado histórico e ideológico del que no desea desprenderse, con la comparación que los ciudadanos hacen entre las prédicas y las actuaciones de la curia, con la negación de derechos civiles que los hombres y mujeres han logrado después de mucho tiempo de lucha y sufrimiento y el catolicismo más radical quisiera eliminar. Y si fijamos la vista en la historia de la España del siglo XX, por no irnos más lejos, el Papa olvida que el abrazo a la fe católica fue durante mucho tiempo más una cuestión de imposición que de convicción.

Ignoro si ha sido una descortesía o un simple olvido, pero Benedicto no ha hecho ninguna mención, ni en sus declaraciones ni en sus misas, agradeciendo la generosa contribución económica que el Estado español hace a su Iglesia, que supera los 6.000 millones de euros anuales, trasladados directamente desde los contribuyentes, creyentes o no, hasta las arcas eclesiales. Es ésta, desde luego, una forma de laicismo que el Papa ya quisiera encontrar en otros lares.

Y frente el laicismo agresivo, nada ha dicho contra la fe agresiva. La que violentamente se manifiesta llenando las calles o los púlpitos de gritos, insultos y eslóganes denigrantes contra quienes opinamos de manera distinta. La que exhiben en su verbo los defensores de la verdadera fe que copan los medios de comunicación de la Iglesia. La fe agresiva que, de manera repugnante, algunos ejercen contra menores en la trastienda de la sacristía. Si se abordaran, por fin, la revisión del Concordato de 1979 y el desarrollo de la Ley de Libertad Religiosa se evitarían estas discrepancias dialécticas. Así, el Estado y la Iglesia, cada uno a lo suyo.

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