10 de febrero de 2010

LÁGRIMAS

Para desengrasar el blog de entradas de carácter político, inicio la inclusión de una serie de brevísimos relatos que comparten entre ellos la ironía como estilo argumental. Espero vuestras críticas.

Era el sexto pañuelo que el cliente consumía secándose las lágrimas que, por la inevitable acción de la ley de la gravedad, se escurrían por sus mejillas tras abandonar el refugio de sus negras gafas de sol. Antonio permanecía callado y con las manos en el volante, mirando de vez en cuando, como por casualidad, a su pasajero reflejado en el retrovisor. Lo único que durante el trayecto había llegado a decir fue “Sí, claro”, cuando desde el asiento de atrás le pidieron, por favor, la caja con los pañuelos de papel que llevaba junto a él, en el asiento del acompañante. Diez minutos antes, el cliente había aparecido súbitamente entre dos coches aparcados, colocándose delante del taxi de Antonio y moviendo airadamente el brazo derecho. Mientras el taxista se aplicaba con decisión a pisar el pedal del freno pensó si aquel hombre alto, con gafas oscuras y enfundado en un largo abrigo, querría realmente subir a su coche o lo que buscaba era suicidarse. Ahora, tras el recital de lágrimas al que seguía asistiendo y que empezó casi en el mismo instante en el que el cliente tomó asiento, no sabía qué pensar. Algún pariente muerto, un amigo que acababa de conocer el terrible diagnóstico de su enfermedad, la pérdida de todos los ahorros, una perniciosa conjuntivitis, la paz mundial... ¿Cuál sería el motivo del imparable llanto? Con el semáforo en rojo, el conductor se dedicó, sin disimulo, a observar el desarrollo de los acontecimientos que sucedían a su espalda. El otro debió darse cuenta pues, con voz entrecortada, pidió disculpas por aquel lamentable espectáculo. “No se preocupe”, respondió escuetamente Antonio, a lo que su cliente repuso “Matándome a trabajar para poder darle lo mejor y ahora... Así me lo paga, ingrata”. El taxista intuía que, seguramente gracias a la necesidad de desahogo, pronto le iba a proporcionar las claves del asunto. “Amándola, idolatrándola como un imbécil para llegar a casa y encontrármela en la cama con él”. Ya estaba claro: cuernos, cosa de cuernos. “Y tenía que ser con él, precisamente con él, que lo he visto crecer, que lo he criado yo”. Vaya, se lo hace con un jovencito, la señora se ha llevado un yogurcito, pensó Antonio. “Criándolo toda la vida para que Boby, mi perro, ahora me haga esto”.

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