Probablemente, a Mario Vargas Llosa y a mí nos separe un abismo ideológico imposible de superar. Pero nos une la palabra. La que se transforma en arte. La que emociona, la que sorprende, remueve los sentimientos, hace reír o empuja las lágrimas de la rabia. La que no reconoce fronteras y sirve de vehículo para universalizar los deseos de libertad y solidaridad. La que cuenta historias que, en algún momento, hacemos que sean nuestra propia historia. La palabra que nos sirve, al fin y al cabo, para reconocernos como seres humanos.
El oficio de escribidor, con Tía Julia o sin ella, rara vez alcanza el reconocimiento público. Son (somos) muchos los que, de vez en cuando, nos imaginamos protagonistas de esa quimera que, convertida en tinta y papel (o en pixeles iluminando una pantalla) se mueve entre las manos de miles y miles, de millones de lectores. Es el alimento que el ego solicita de vez en cuando. A Vargas Llosa no le hace falta imaginar nada. Su inmensa capacidad creativa le proporcionó hace ya tiempo el reconocimiento planetario y ahora, por fin, el perseguido Premio Nobel de Literatura.
Como él ha declarado, esta "maravillosa lengua española" también ha sido premiada. Felicitémonos, por lo tanto. Y para Mario, la más efusiva y merecida de las enhorabuenas.
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