Creo que en algún momento de los últimos días, o semanas, he perdido la capacidad de perspectiva. Ha debido producirse entre las miradas de reojo a las queridas agencias de calificación, entre los mareos provocados por la montaña rusa bursátil o entre los achaques de la prima, la de riesgo, que ya es como de la familia. Una pérdida del horizonte que me ha pillado descolocado con el inesperado (al menos para mí) anuncio de la urgente (urgentísima) necesidad de una reforma constitucional para marcar un límite al déficit público. Y entonces, desprevenido, se me han echado encima, de golpe, cual oleaje violento, un mar de dudas.
La primera tiene que ver, precisamente, con las prisas. Con todo el sufrimiento económico y sus derivaciones sociales que, como país, nos han obligado a acarrear y acumular durante los últimos meses y años, como si estuviéramos condenados a esa tortura china de la gota cayendo una y otra vez sobre el mismo punto de la cabeza, ¿es, de verdad, imprescindible poner en marcha a toda velocidad la maquinaria de la reforma para, en dos semanas, resolver la cuestión? No sé si es porque esto está sucediendo en agosto, mes en el que nadie espera otras noticias que la de los atascos, las playas llenas y las recomendaciones para no deshidratarse, pero, después de tanto tiempo aguantando y soportando, después de adoptar tantas y tan duras medidas que, por otro lado, allende nuestras fronteras, alaban y señalan como parte del buen camino, no encuentro la justificación de la extrema urgencia por ninguna parte. ¿Va a dejar de comprarnos deuda el Banco de Europa? ¿Nos van a poner la prima otra vez al borde del infarto? ¿La fijación del límite del déficit cercano a cero no es para el 2018 o el 2020?
La segunda duda es consecuencia de la primera. Si todo ha de resolverse en un espacio de tiempo políticamente brevísimo, la oportunidad para el debate, para el contraste de posicionamientos, desaparece, se hace inviable. Y, modestamente, creo que el calado de esta reforma es de una profundidad tal que exige un debate social, al que todos parecía que nos habíamos apuntado tras el 15M (muchos, en cualquier caso, ya ejercíamos en esas lides). La discusión en el seno del PSOE no se ha producido pero, más importante aún es, lógicamente, la opinión de la ciudadanía.
El párrafo anterior me conduce, inexorablemente, a la tercera duda: el referéndum. El artículo 167 de la propia Constitución lo prevé: "Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación cuando así lo soliciten, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras". El resultado de ese referéndum es muy previsible, pero ello no resta legitimidad a la iniciativa. Aunque, de la misma forma que estimo que la discusión, el debate y la calma en la toma de decisiones son imprescindibles en esta cuestión, sobre todo en el seno de la izquierda (la derecha ni se plantea discusión alguna), la necesidad, o no, de la celebración de un referéndum, la estimo secundaria. Sobre todo, teniendo en cuenta el coste económico que lleva aparejado. Secundario pero no despreciable. Si ha de hacerse, hágase.
Y hablando de izquierda, aparece la cuarta duda: ¿Son estas nuestras medidas, nuestras actitudes, nuestros caminos? Puede que las circunstancias impongan la toma de decisiones que, probablemente, serían impensables en contextos "normales". Pero es que... Los argumentos para la justificación terminan debilitándose, aunque nadie con un mínimo de capacidad crítica y de análisis dude que en el PP irían mucho más lejos (hasta el infinito y más allá) en el paquete de reformas, constitucionales o no, que terminarían degradando nuestra calidad de vida y nuestro modelo de sociedad solidaria. A tres meses de unas elecciones, ¿ha de ser este gobierno socialista quien adopte esta decisión? Ante la apariencia del envenenado consenso reformista, yo preferiría que fuera el PP, que dice que va a ganar las elecciones, quien pasara a la historia como aquel que decidió dar el paso.
Esta pérdida a la que aludo me lleva a la quinta duda. Poner coto al déficit puede suponer, de manera automática, poner límite al gasto sanitario, en educación o en asistencia social, campos intocables de nuestra convivencia (al menos, para nosotros). Y, desgraciadamente, no siempre va a estar gobernando el PSOE, me temo. Con el corsé constitucional colocado, todos sabemos por donde pueden derivar las políticas sanitarias, en educación o en asistencia social, ejemplos tenemos: privatizaciones, recortes en prestaciones, degradación de la calidad educativa en sus infraestructuras y sus postulados o, simplemente, la no aplicación de la Ley de Dependencia. Esto es lo que hace la derecha allá donde gobierna. Esto es lo que puede llegar a hacer desde el gobierno estatal. Y la reforma constitucional le puede poner en bandeja las excusas. Porque, si para algo sirve que un país se endeude y vea crecer su déficit, es para mantener sus niveles de asistencia sanitaria y social o de educación (aunque, por ejemplo, en la Comunidad Valenciana, donde sanidad, educación y asistencia social alcanzan el subsuelo, usen el déficit para cosas muy distintas). Se habla de poner un techo flexible que permita, ante catástrofes o recesiones, aumentar el déficit. Pero, ¿en condiciones de "normalidad"?
Y lo peor de todo es que, todo esto, se hace para calmar a los mercados, para inspirar confianza a los inversores y los capitales. Mucho me temo que al atajo de especuladores que nos han llevado a donde estamos y son los únicos que han salido indemnes, todo esto les da lo mismo. Les importan poco las constituciones, los gobiernos o los ciudadanos. Las ganancias especulativas, el enriquecimiento vertiginoso e incontrolado son sus únicos intereses. A ese mercado sólo le genera confianza el tintineo de las monedas.
Y hablando de izquierda, aparece la cuarta duda: ¿Son estas nuestras medidas, nuestras actitudes, nuestros caminos? Puede que las circunstancias impongan la toma de decisiones que, probablemente, serían impensables en contextos "normales". Pero es que... Los argumentos para la justificación terminan debilitándose, aunque nadie con un mínimo de capacidad crítica y de análisis dude que en el PP irían mucho más lejos (hasta el infinito y más allá) en el paquete de reformas, constitucionales o no, que terminarían degradando nuestra calidad de vida y nuestro modelo de sociedad solidaria. A tres meses de unas elecciones, ¿ha de ser este gobierno socialista quien adopte esta decisión? Ante la apariencia del envenenado consenso reformista, yo preferiría que fuera el PP, que dice que va a ganar las elecciones, quien pasara a la historia como aquel que decidió dar el paso.
Esta pérdida a la que aludo me lleva a la quinta duda. Poner coto al déficit puede suponer, de manera automática, poner límite al gasto sanitario, en educación o en asistencia social, campos intocables de nuestra convivencia (al menos, para nosotros). Y, desgraciadamente, no siempre va a estar gobernando el PSOE, me temo. Con el corsé constitucional colocado, todos sabemos por donde pueden derivar las políticas sanitarias, en educación o en asistencia social, ejemplos tenemos: privatizaciones, recortes en prestaciones, degradación de la calidad educativa en sus infraestructuras y sus postulados o, simplemente, la no aplicación de la Ley de Dependencia. Esto es lo que hace la derecha allá donde gobierna. Esto es lo que puede llegar a hacer desde el gobierno estatal. Y la reforma constitucional le puede poner en bandeja las excusas. Porque, si para algo sirve que un país se endeude y vea crecer su déficit, es para mantener sus niveles de asistencia sanitaria y social o de educación (aunque, por ejemplo, en la Comunidad Valenciana, donde sanidad, educación y asistencia social alcanzan el subsuelo, usen el déficit para cosas muy distintas). Se habla de poner un techo flexible que permita, ante catástrofes o recesiones, aumentar el déficit. Pero, ¿en condiciones de "normalidad"?
Y lo peor de todo es que, todo esto, se hace para calmar a los mercados, para inspirar confianza a los inversores y los capitales. Mucho me temo que al atajo de especuladores que nos han llevado a donde estamos y son los únicos que han salido indemnes, todo esto les da lo mismo. Les importan poco las constituciones, los gobiernos o los ciudadanos. Las ganancias especulativas, el enriquecimiento vertiginoso e incontrolado son sus únicos intereses. A ese mercado sólo le genera confianza el tintineo de las monedas.
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