No termino de creer que cuatro de cada diez personas con las que me cruzo por la calle piensen que es la mujer asesinada la que tiene la culpa de su propia muerte por seguir al lado de su verdugo. No puedo creer que ninguna de esas cuatro personas sea capaz de pararse a meditar sobre el miedo, sobre la paralización de la voluntad, sobre la vergüenza, sobre el desconocimiento de dónde está la salida, sobre la falta de una mano tendida, sobre los hijos que comparten la casa, sobre el desamparo económico…
No termino de creer que tras el “era un hombre muy normal, nunca habíamos oído nada”, siete de cada diez que pronuncian esta recurrente frase crean que el pobre debería tener un problema psicológico; o que casi ocho piensen, pero callen, que es que debían ser malos por naturaleza (aunque lo disimulaban). Excusas. ¿Y el machismo? ¿Y el enfermizo sentimiento de pertenencia? Son ya 42 las mujeres que han muerto en lo que va de año a manos de asesinos machistas. La cifra crece, como parece hacerlo la indiferencia ante la noticia exhibida en el telediario o la muda justificación de una sociedad que asume como inevitable que esto siga sucediendo. No podemos esperar a que los niños y jóvenes de hoy transformen estas cifras porque creemos que los estamos educando en valores contrarios a esta repudiable actitud. No podemos esperar, porque las mujeres violentadas, agredidas, acosadas van a seguir muriendo. Hemos de incrementar el diámetro del paraguas con el que, como sociedad, acogemos a las mujeres en peligro. Abrirles más puertas, estar más atentos a las miradas que no se levantan del suelo y no se atreven a pasar el umbral de las comisarías, alzar la voz como ciudadanos individuales y como colectivo implicado, exigir mayor seguimiento policial y, sobre todo, actuaciones judiciales más sensibles…
No termino de creer que esto sólo nos interese cuando nos toca leer la noticia de una nueva muerte.
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