Otro relato más, algo más extenso que el anterior.
Eugenio Robles Miñambres siempre mantuvo con el dinero una relación cautelosa. “Mesura y temple, mesura y temple” era su máxima, repetida como el eco de una invocación ante la inquietante perspectiva de un próximo gasto.
Pero no podría decirse que Eugenio Robles era tacaño. Es más, yo creo que sería injusto considerarlo mezquino, aunque algunos dijeran que coqueteaba con la ruindad. Simplemente, gastaba lo imprescindible en aquello que era indispensable. Su problema -aunque él nunca tuvo constancia emocional de vivir ningún conflicto-, era que su catálogo de cosas estrictamente esenciales o, aún mejor, su lista de lo claramente innecesario, era extensísima. Algo sencillo de comprender una vez se cruzaba el umbral de su vivienda, un sexto piso en el primer cinturón del extrarradio de la ciudad. La decoración de su domicilio hubiera hecho las delicias de los artistas situados más allá de la vanguardia, de los que abogaban por el minimalismo llevado al límite de la inexistencia. “Menos polvo, menos limpieza, menos trabajo, menos gasto”, era la sucesión de fundamentos que justificaban las paredes desnudas, las ventanas vestidas por un exiguo visillo y el contado mobiliario.
Tras cumplir las bodas de plata con su dueño, su automóvil se mantenía en un envidiable estado de conservación. La relación entre ambos podría exhibirse como modelo de esos maridajes distantes y exiguos en relaciones pero que, al mismo tiempo, transcurren por el calendario exentos de conflictos. Como consecuencia de ello, el brillo emitido por el cromado del parachoques rivalizaba sin rubor con los destellos de un diamante en reposo sobre el escote de una señora. Igualmente la lisura y la virginidad de la chapa color verde oliva eran al tacto como, salvando la sensación térmica, la piel de un bebé. A lo largo de su historia, veinticinco años que lograron acumular catorce mil escasos kilómetros, el auto había conocido dos graves crisis petrolíferas internacionales, múltiples problemas de abastecimiento de barriles de crudo Brent e inagotables y geométricas subidas del precio de la gasolina. Y todo ello vivido sin que su depósito sufriera el más mínimo temblor. “No hay distancias largas mientras las piernas sean capaces de abordarlas”, con tan atlético testimonio Eugenio Robles despachaba la mayoría de los desplazamientos por la ciudad, aunque, a su pesar, ir más allá del término municipal requería, en algunas ocasiones, la utilización del vehículo. Pero en su cronología se cuentan tan escasísimas salidas que las realizadas obligadamente por unas u otras circunstancias -algunas bodas y funerales, amén del premio de tres noches en un hotel de la costa- podrían considerarse como hitos en su historia personal. “¿Viajar? ¿Dónde voy a ir que esté mejor que aquí? Yo ya lo tengo todo visto”. Sin duda, peregrinar y recorrer lugares desconocidos ocupaba un lugar privilegiado en la lista, encabezando por méritos propios la larga relación de lo prescindible.
Sin embargo, he de insistir, Eugenio Robles no era un avaro. Con metódica asiduidad asistía diariamente a su partida de dominó en el bar del Círculo Mercantil y consumía un vaso de vino de la casa, pese a que el tabernero opinara que la silla y la mesa ocupadas durante más de tres horas podían dar más de sí. También pagaba religiosamente una simbólica cuota anual al Círculo. Su condición de socio le otorgaba así el libre acceso a la amplia biblioteca del centro, permitiéndole mantener frescos sus conocimientos de los autores clásicos. De igual forma, conseguía estar al tanto de las noticias y sucesos más recientes a través de los diarios y revistas que, gratuitamente por supuesto, se ponían a disposición de los miembros del club.
En lo que no escatimaba Eugenio Robles era en el sustento. “Una buena comida está en la base de una buena vida”, afirmaba orgullosamente. Evidentemente, como dictan las más saludables dietas, en su mesa se exceptuaban algunos comestibles. Entre ellos la casi totalidad de las carnes, especialmente solomillos y chuletones -cargados de colesterol, como los embutidos-, todo el marisco -atiborrado de ácido úrico- o algunas especies de pescado. Pero excluidas estas salvedades, cualquier alimento tenía cabida en su régimen. De hecho, su mujer, la señora Robles, ostentaba merecida fama como creadora de caldos y numerosas variaciones con las legumbres y las verduras.
Esta austeridad tenía, como todo, otro lado de la moneda. Su cuenta corriente en el banco crecía en la misma proporción que su moderación en el desembolso. Llegó a amasar una fortunita que le procuraba periódicamente algunos réditos, alcanzando un saldo que, quizá, hubiera podido permitirle comprar uno de esos chalets adosados que su mujer, camino del mercado, siempre se detenía a observar, incluido su jardín macetario. Hubiera podido, también, otorgar una digna jubilación a su impoluto coche, adquiriendo inmediatamente después el último grito de la tecnología automovilística o, en fin, podría haber realizado el crucero por el Mediterráneo con el que la señora Robles soñaba, calladamente, en sus noches de estío urbano. Pero nada de esto hizo Eugenio Robles. Nada de esto era indispensable, evidentemente.
Su habitual compañero en las partidas de dominó, sabedor de su holgura económica, le preguntó un día en que la suerte y el buen humor se colocaron entre las fichas que los dos manejaban, por su inapetencia -así lo dijo, “inapetencia”- para hacer lo nunca hecho o por poseer cosas nuevas y distintas. “Tengo un hijo, Sebastián. Tengo un hijo y he de cuidar de su futuro”, le contestó solemnemente.
Murió a los cincuenta y dos años. Una insuficiencia coronaria aguda lo colocó en un santiamén al otro lado. Encontró su última residencia en la cuarta fila de nichos situados en el nuevo ensanche del cementerio, lejos, muy lejos de la entrada. Hubiera podido descansar en una tumba, con terrenito propio, resguardado por las sombras de los cipreses que adornaban las calles de acceso al camposanto. Pero en su día no firmó la ampliación de la póliza del seguro que lo hubiera dejado en tierra, sin elevarlo tantos metros, lo que habría sido de agradecer dada su aversión a las alturas. Dejó en herencia la fortunita -que ya rozaba cantidades que dejaban atrás el diminutivo- y un vacío en la mesa de dominó. Aunque éste fue rápidamente restituido, provocando un mal disimulado regocijo en el dueño del bar del Círculo Mercantil.
Alberto Robles Tomás, hijo de Eugenio Robles, había crecido inmerso en la sobriedad y el rigor ahorrativo. Por eso no necesitó de adaptación alguna para continuar la línea recta establecida por su padre. Formaba parte de la herencia, era su forma de ver e imaginar el mundo. Por lo tanto, su madre continuó soñando con Sicilia y las islas griegas aunque, pensaba, ir tan lejos sin Eugenio no hubiera sido lo mismo. Las paredes continuaron desnudas en el sexto piso del extrarradio y el longevo coche permaneció, limpio y engrasado, en su garaje. Alberto no era hombre de bares, por lo que el gasto de los vinos de su padre se suprimió de forma natural. Tampoco se le conocían vicios ni licencias de ningún tipo. Los más suspicaces, los que no tenían en nada mejor que pensar, cuchicheaban poniendo en duda su condición varonil porque, según ellos, jamás se le había visto con otra mujer que no fuera su madre. Pero nada de esto era verdad. Sólo se trataba de una consecuencia, para algunos perversa, de la temperancia en el consumo que, llevada día a día hasta el borde, los había ido recluyendo cada vez más tiempo en casa.
La viuda de Robles expiró tranquilamente siete años después de que lo hiciera su marido. Lógicamente, no se había efectuado la ampliación de la póliza, de manera que la madre de Alberto fue a parar a un nicho todavía más alejado de la entrada que el de su padre. Afortunadamente, ambos coincidieron en ocupar el cuarto nivel. Tras el entierro, rápido, breve, al que sólo acudieron las vecinas del segundo y del quinto, Alberto regresó a su casa en el viejo coche verde oliva.
En el camino de vuelta al piso del extrarradio, quizá al intuir la completa soledad que lo esperaba en su casa, quizá porque los cristales de sus gafas de miope no lograban corregir el futuro sin perfiles que se dibujaba ante él, quizá porque por primera vez en su vida sentía la necesidad de hacerse preguntas, a Alberto, insólitamente, se le llenó la cabeza de interrogantes. No supo definirlo, era como una especie de vago sentimiento de desperdicio e inutilidad lo que atenazaba su pensamiento mientras sus ojos, dominados por un imparable movimiento de vaivén, parecían buscar respuestas en las líneas discontinuas pintadas sobre el asfalto.
Fue entonces, treinta y cuatro años después de su primer viaje, ya en plena senectud, cuando el automóvil debió de perder el sentido de la orientación porque, al inicio de una curva, dejó de responder a las frenéticas patadas que Alberto dio al pedal del freno, invadió en una brusca maniobra el carril contrario y se encontró con el enorme morro de un camión, del que sólo pudo apreciar sus faros destellantes antes de empotrarse en él como un trozo de gelatina.
Hoy nos ha llegado el auto del juzgado. En él se dan por conclusas todas las investigaciones abiertas para la búsqueda de herederos de la familia Robles. No hay nadie. La fortunita ya es, plenamente, una fortuna. El banco, depositario durante tanto tiempo del dinero, pagará los impuestos que legalmente sean preceptivos. El resto lo invertirá, seguramente, en distintos valores bursátiles actualmente en alza.